El rincón seguro

 

«Mi caja con dólares de plata enterrada junto al arroyo estaba a salvo. Cerca, bien oculto, se encontraba uno de mis escondites, el que había construido con más esmero y el que usaba más a menudo. Había arrancado dos o tres arbustos pequeños y allanado el terreno; alrededor había otros arbustos y ramas de árboles, y la entrada estaba tapada con un tronco que prácticamente llegaba hasta el suelo. En realidad no era necesario esconderse tanto, porque nunca venía nadie a buscarme aquí, pero a mí me gustaba tumbarme dentro con Jonas y saber que no podían encontrarme. Hice una cama con hojas y ramas y con una manta que Constance me había dado. Los altos árboles de alrededor eran tan tupidos que dentro siempre había un ambiente seco y los domingos por la mañana me echaba allí con Jonas y escuchaba sus historias. Todas las historias de gatos comienzan con la misma frase: "Mi madre, que fue la primera gata, me contó lo siguiente", y yo acercaba la cabeza a Jonas y escuchaba. No se avecina ningún cambio, pensé estando allí, es solo la primavera; no hay motivo para tener miedo.»  

Siempre hemos vivido en el castillo, Shirley Jackson.


Esconderse bajo mesas y camas, construir fortalezas hechas de sábanas y sillas, crear fuertes con cajas de cartón, deleitarse con los quicios, resguardarse tras las puertas o entre los matorrales; encontrar recodos, construir rincones y volver a esos lugares seguros; vivirlos como esos espacios otros, fuera del tiempo y del propio espacio, donde nada malo puede ocurrir, donde uno puede abrigarse de todo, jugar, viajar lejos, transformarse, sentirse resguardado, estar solo o alejado,…  

Durante la infancia, las criaturas construyen sin parar este tipo de heterotopías, esos “espacios de ilusión” en los que jugar a ser otros, y en ese jugar ir encontrándose a sí mismos. Espacios imaginarios que necesitan del espacio real y se le superponen, constituyéndose como lugares de transición entre dos mundos: son localizables, tienen existencia física, una geometría concreta y puede que bastante banal, pero abren las puertas hacia otras geografías donde solo se accede mediante el juego y la acción simbólica. La literatura infantil esconde muchos ejemplos de este tipo de espacios. Emplazamientos que caben en nuestro mundo pero que se abren al otro, lindares que unen y separan lo real y lo imaginario y que se construyen, a veces, como esos espacios seguros, desde los que es factible imaginar otros mundos posibles.

El escondite en el arroyo de Merricat -protagonista de Siempre hemos vivido en el castillo- sería buen ejemplo de uno de esos lugares seguros, desde los que imaginar otros mundos posibles y desde los que denunciar lo ilusorio de una realidad percibida como inexplicable y amenazante. Y aunque la protagonista tiene 18 años cuando nos presenta su refugio, su cotidianidad plagada de ensoñaciones y juegos simbólicos deambula en un tiempo otro, estancado en una noche trágica 6 años antes y que tiñe cada uno de los minutos de su existencia.   

Desde el principio la dicotomía entre dentro y afuera construye la mirada de la narradora. Los espacios vastos, las calles o el pueblo, generan en ella sentimientos de ansiedad y la hacen sentir vulnerable (y trata de paliarlo con todo un conjunto de normas que se impone al transitarlos). El interior, la mansión familiar, se nos aparece como la fortaleza, el castillo, el bastión de confort donde todo tiene sentido, con un horario y unas reglas y donde los espacios parecen estar ordenados y graduados en una especie de jerarquía de más a menos protegidos y de más a menos propios. Y en esa topografía (que en ocasiones mezcla lo fantástico con lo terrorífico) el escondite del arroyo es su lugar por excelencia. Un espacio que cumple con muchas de las características de lo que Jerry Griswold (2007) asegura que la literatura infantil y la infancia construye como seguro: es un espacio bien circunscrito y cerrado, en el que la dicotomía dentro y fuera es muy evidente; es de pequeñas dimensiones, casi apretado (una especie de recinto matriz), es sencillo, manejable y cómodo, para dar respuesta a su necesidad de control, y es un lugar alejado, resguardado, escondido y secreto, de modo que los otros (y sobretodo aquellos que llegan de fuera) quedan excluidos y solo los elegidos pueden franquearlo bajo invitación explícita. 

Un lugar que se parece un poco a la casita del árbol de los niños perdidos en Nunca Jamás (en la que los cuentos de Wendy les permiten soñar con esas madres que no están), que podría ser como la habitación de Max (espacio íntimo y propio en el que dar rienda suelta a los deseos infantiles más salvajes) o como el desván en el que se aleja la niña de Suzy Lee para jugar y escapar de la realidad hacia otros confines.

Un lugar así es perfecto para escuchar a los gatos y pintar los colores de la Luna e imaginar sus territorios soñados.


Anna Juan Cantavella, «La coleccionista»


Ilustración: Mabel Luci Attwell, Peter Pan and Wendy, New York, Charles Scribner's Sons, 1927.

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