Los agélastes deberían cambiar de oficio


Imagen: Bajo relieve en el pórtico de la catedral de Notre Dame.


Escribir una anécdota no es escribir un relato; contar un sucedido no es contar un cuento; relatar una historia no basta para la literatura.

Igual que el libro abierto de las estatuas góticas avisa en las catedrales de que grabado en sus piedras hay conocimiento, la literatura avisa, ya desde su íncipit, de que allí nada de valor encontraremos para una lectura eferente. El autor, antes que nada, establece el pacto narrativo con el lector: el mejor, aquel que el lector acepta sin darse cuenta.

La literatura, el arte, comienza con el primer juego de ideas, con el primer golpe de perplejidad (como diría Graciela Montes) que nos asalta. Desenlazar el nudo, elegir un cabo del cordel, será ya un asunto particular entre el que lee (o escucha) y su bagaje interior.

Quiero compartir algunos fragmentos del discurso pronunciado por Milan Kundera con motivo de la entrega del “Premio de Jerusalén a la libertad” en 1985:

«Todos los verdaderos novelistas están a la escucha de esa sabiduría suprapersonal, lo que explica que las grandes novelas sean siempre un poco más inteligentes que sus autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras deberían cambiar de oficio. [...] Pero ¿qué es esta sabiduría, qué es la novela? Hay un proverbio judío admirable: “El hombre piensa, Dios ríe”. [...] No existe paz posible entre el novelista y el agélaste*. No habiendo escuchado nunca la risa de Dios, los agélastes están persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y que ellos son exactamente lo que imaginan ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los otros cuando el hombre deviene individuo.»

Quienes buscan un sentido literal en la literatura o pretenden utilizarla como una herramienta didáctica están tirando del cordel sin querer percatarse del nudo; están, simplemente, apretando el nudo, asfixiando los espacios donde cada uno debe descubrirse.

Ese mundo fantástico que se construye dentro del relato es un código para descubrir el sustrato oculto, la pregunta, la carencia que motivó la necesidad de “contar” esa historia realista, para descubrir, sin nombrar, la historia oculta que es la esencia de lo que hay para descubrir y transmitir: será siempre la historia del lector porque nunca fue dicha por nadie.

Es en los cuentos de hadas donde, gracias a su estructura puramente simbólica, esa transmisión se realiza de la forma más transparente, más libre de ideas morales y didactismos. En ellos sólo encontraremos el símbolo (universal y siempre ambivalente) y la vibración de la voz que cuenta. La crueldad, el sexismo o cualquier inclinación moral que queramos encontrar será la que lleve quien se empeñe en entrar por la puerta equivocada.

Los agélastes que se erigen en censores-preceptores deberían cambiar de oficio.

* La palabra agélaste es un neologismo de François Rabelais; está tomada del griego y quiere decir: el que no ríe, el que no tiene sentido del humor.

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