La indeterminación de lo tenebroso



Ilustración de la adaptación gráfica de Miles Hyman de La lotería de Shirley Jackson (Nórdica Libros)


En un texto llamado «Biografía de una historia», la autora norteamericana Shirley Jackson explica cómo la publicación en The New Yorker de su cuento «La lotería» (1948), un relato ambiguo sobre una brutal tradición popular inventada por ella, desató una reacción inesperada. El relato, que fue superando los diferentes filtros editoriales sin demasiado revuelo, produjo en el público vehementes reacciones de enfado, indignación y repulsión que llegaron violentamente a la autora en forma de numerosísimas cartas (Jackson explica que incluso tuvo que cambiar su buzón «por el más grande de la oficina de Correos»).

La autora, mientras tanto, defendía que aquel «solo era un cuento que había escrito», y confiaba en que todas esas personas indignadas no representasen a la mayoría de los lectores, pues en tal caso «dejaría de escribir».

Es inevitable, si uno sigue más o menos de cerca la realidad de las publicaciones infantiles y algunas de las reacciones que suscitan en la sociedad, hacer las conexiones pertinentes. Y seguramente más de uno se ha planteado dejar de hacer su contribución a un campo en el que la interpretación literal de los contenidos literarios se ha impuesto con tal fuerza, posiblemente desde siempre, pero de forma tan contundente hoy.

El poder del comportamiento comunitario y las concepciones sobre la naturaleza de la infancia son grandes y lo engullen todo. Incluso quienes nos resistimos a ofrecer únicamente productos culturales considerados idóneos nos vemos en la tesitura de valorar caso por caso las obras que ponemos en sus manos, no vaya a ser que realmente dañemos aquello que tanto trabajamos en proteger.

Me planteo en estos momentos cuál es el papel de ciertos géneros de evasión, como el terror, en este panorama. Parece que cuando manejamos fantasías muy extremas resulta más sencillo realizar lecturas menos literales, más libres y más simbólicas. ¿Es el caso del género del terror para la infancia? ¿O tal vez se impone en las obras la protección de la psique de los niños, incluyendo elementos del género, pero con espíritu desmitificador (es decir, irónico) o purificador (es decir, catártico)? Desde luego, existen muy diversos ejemplos de este uso alternativo del terror: esas historias de superación de los miedos, o de personajes que se hacen amigos de monstruos que al fin y al cabo no eran tan terribles…

No es casualidad que haya comenzado esta entrada con la anécdota de Shirley Jackson, autora de dos de las mejores novelas de terror del siglo pasado. En sus textos no encontramos apenas elementos del terror más moderno (en el que vísceras y sustos componen el ritmo de las narraciones); se trata más bien de exploraciones interiores por las tortuosas mentes de sus personajes. Eleanor Vance (La maldición de Hill House) y Mary Katherine Blackwood (Siempre hemos vivido en el castillo), como la institutriz de Otra vuelta de tuerca de James, son personajes ambiguos, oscuros, inestables, que llevan el peso de la acción y cuyas personalidades (entre otros) se resisten a ser definidas en todo momento.

Recordemos las historias de Dahl, de Bradbury, de Poe, de Maupassant, de Hearn, publicadas en colecciones juveniles durante décadas. ¿Existe en el terror para niños y jóvenes de hoy ese espacio para la indeterminación? ¿Se considera aún compatible en una misma narración la manipulación de las emociones del lector y la lectura distanciada? ¿Se permite la ambigüedad sobre la trama? ¿Sobre la caracterización de los personajes? ¿Y sobre sus intenciones? ¿Se les permite a los lectores no saber dónde están las fronteras entre lo real y el otro mundo?  ¿Pueden constituir hoy las historias de terror un pasadizo privilegiado que nos acerque junto a nuestros pequeños a una literatura de calidad?
 

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