El bosque o la ira de los dioses
El hombre habla
para representarse a sí mismo y a lo que le rodea, canta mientras trabaja o
mientras anda y baila cuando está alegre. Y antes aún de que aprendiera a
hablar, a cantar, a bailar, comprendió que para que su canto, su baile y su
palabra se convirtieran en rito y se elevaran a lo sagrado, antes, tenía que
cerrar un círculo, circunscribir un espacio, limitar un territorio...
Aracne y
Blancanieves se encuentran en el
círculo cerrado de las voces: la que cuenta y las que callan. Es allí donde
Caperucita y Perséfone se miran cara a cara por primera vez: en ese espacio
donde la palabra, el gesto y el silencio son capaces, no ya de contar, sino de
transmitir. Teseo, Orfeo, el príncipe, el sastrecillo... todos en busca de lo
mismo, todos intentando recoger una legión de pedazos esparcidos de aquello que
una vez fue uno y fueron ellos mismos.
Todos ellos, tan
iguales y tan fragmentados todos, tan lo mismo y tan diferentes, comienzan su
camino dentro de ese círculo de la palabra que a veces es mito y a veces es
cuento de hadas. Es allí donde, cada uno a su paso, todos tienen su principio;
pero el final de unos y de otros va a ser muy diferente.
La
mitología y los cuentos de hadas comparten una estructura simbólica y arquetípica
que surge con fuerza desde su interior. Sin embargo, entre el destino de Aracne
y el de Blancanieves existe una diferencia crucial: el mito se asienta y se
fundamenta en el foso que se abre entre el mundo mortal y el sobrenatural, y el
resultado, tal vez su fin último, es separarlos definitivamente; el cuento de hadas, sin embargo, es un
puente que surge entre ambos, un camino que los une en una realidad única.
Unos, mirando
siempre arriba, hacia el cielo, hacia la voz atronadora del infinito, subirán a
la cima de los montes para implorar el perdón por cada uno de sus pasos o
caerán al abismo empujados por la culpa de su osadía y el rencor terrible de
sus dioses. Otros, buscando entre
sus sueños o entre cualquier cosa que brille en el paisaje, se adentrarán en un
bosque que a veces será de flores y a veces de espinos, siempre oscuro y
frondoso, y llegarán hasta el límite, junto al claro, siempre a punto de salir
al otro lado.
Nadie nos explicó que aquellos libros nunca fueron escritos para dormir a los niños, sino para despertar en los hombres la conciencia de sí mismos. -Sebastián Vázquez-
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