Pequeños crímenes

Hay cosas que marcan un antes y un después, como el día en el que (hace unos años), para remarcar un momento de bloqueo me puse a hablarle a mi marido con voz de Oso Yogui. Mi marido, sin entender ni remotamente el referente, me hizo notar que ya era mayorcita como para ir haciendo voces. Siguieron mi indignación, la reclamación de la imitación yóguica y el caos. “El Oso Yogui no habla así, ese es otro oso”.

Resulta que el Oso Yogui, cuando habla en italiano, es una falsificación. Y eso que Francesco Mulè, su primer doblador, construyó su fama alrededor de la peculiaridad con la que marcó el carácter de su oso e hizo el desastre. Vivía yo beata de mí, sin saber que al oso de mi infancia le habían cortado las alas.

Para darse cuenta del crimen habrá que escuchar:


Y también:


Es inútil preguntar si notan la diferencia. En este caso habría que hablar de una traición en plena regla.

Lo que era un personaje listo, aunque un poco desafortunado y quizá un tantito egoísta, se transforma en un tonto comilón. Del anarquista de Jellystone a un berzotas de tomo y lomo.

Porque si al Oso Yogui le quitas ese atisbo de rebelión y afirmación individualista, con eso nos quedamos, con un tonto e inocuo comilón, en cuya boca todo deje de ironía se convierte en la reafirmación de una especie de barullo existencial.

El primer episodio de las aventuras del Oso Yogui, creado por Hanna Barbera en 1958 y que consiguió tener su propia serie en 1961, nos lo presenta en todo su resplandor. Mientras el parque de Jellystone se llena de caravanas de turistas en busca de tranquilidad, un individuo malhumorado hace todo lo posible para salir del mismo. ¿La razón? El Oso Yogui está harto de su rutina marcada por la exclamación “¡Mira el oso! ¡Mira el oso!”.

Nadie niega que al fin y al cabo las cosas no van del todo bien al Oso Yogui, ni que su voz posea un deje de inocencia, aun así se trata de un animal rápido y, si solo se para uno a pensarlo, sus pretensiones tienen su fundamento en nada menos que en la dignidad personal.

Este improbable paladín de la independencia de juicio tiene un curioso dúplice origen: por un lado nace del episodio Barney’s Hungry Cousin (MGM 1953), donde por primera vez aparecen el parque de Jellystone y el ladrón de cestas de picnic:


El Oso Yogui reúne en sí mismo la figura del primo de Barney y la inocencia del propio Barney, pero también –y aquí llega la fuerza individualizadora del asunto– el carácter del personaje de Ed Norton (interpretado por Art Carney) que en la sitcom Honeymooners (1951-1955) sacaba de quicio a su vecino Ralph Kramden (Jakie Gleason):


Al leitmotiv del ladrón de comida, se añade la peculiaridad del personaje un poco pánfilo y la vez lo suficientemente listo como para cuidar sus intereses.

Al pasar estas sugerencias al personaje del Oso Yogui, nace un personaje irreverente, mitigado por los resultados a la vez contraproducentes y cómicos de sus hazañas. Es en esta irreverencia donde radica el mayor interés por el oso, por esta razón el doblaje italiano, asumiendo su carácter divertido y tan identificable como agravante, se mancha de culpa, ya que no solo se inserta en la tradición de degradación del oso del rey de los animales a fenómeno de circo (L’ours. Historie d’un roy déchu, Michel Pastroureau, Seuil, 2007; en español Paidós, 2008), sino que pierde la ocasión de transmitir el valor de la personalidad individual y las ventajas de relacionarse de manera crítica con las reglas. No es poca cosa.

Cabe preguntarse hasta dónde llega la responsabilidad de la que se cargan un doblaje o una traducción de una obra infantil, cuando siguen una moda u obedecen a un deseo de claridad vendible, si no responden a un diseño específico de obediencia (relacionado con el concepto que de educación se tenga), y de esta manera –sin darse cuenta o en flagrante culpa– omiten la carga intencional propia de la obra original. Tan solo variando el tono de voz del Oso Yogui, se carga el doblador su razón de ser y el que era un adalid de la resistencia pasiva (y a veces hasta activa) se convierte en un memo más. Como si no tuviéramos bastantes.


Nota
La serie del Oso Barney nació en 1939 de la mano de Rudolf Ising que se encargó de ella hasta 1943, creando dibujos animados ricos en detalles y asociaciones. Hay que ver por ejemplo el episodio, Barney Bear’s Victory Garden:

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