¿Se puede hablar de un teatro para ancianos?


La idea no es tan necia. Si nos fijamos en, por ejemplo, la cartelera teatral de Madrid y en el publico que puebla sus salas, podemos comprobar el auge de obras destinadas a la tercera edad. El descubrimiento de este “nicho comercial” está perfilando un tipo especifico de producción, dirección teatral, interpretación e incluso maquillaje. A pesar de que el grueso de la oferta consiste en adaptaciones (es importante reparar en ello), no es tan descabellado pensar que ya hay quien escribe “teatro para mayores”. Y si hay algo que la caracteriza esta nueva dramaturgia es su naturaleza consoladora, emotiva, cargada de mensajes y pseudo-realistas (“como la vida misma”).
Aunque, por ahora, nadie habla de “literatura senil” ni de “dramaturgia para ancianos”, sí hay  compañías que parecen haberse especializado en este público y salas que buscan  hacerse con este público cautivo. Como sucedió con la naciente literatura infantil de los ’80, en esta ocasión también la demanda precede a la oferta, el buenintensionismo a la necesidad expresiva, la producción a la creación, la legitimidad social a la búsqueda artística.
Niños y ancianos son los dos sectores mayoritarios no productivos de nuestra sociedad. Son quienes demandan cuidados y atenciones especiales. Son importantes consumidores, cuyo consumo muchas veces pasa por un intermediario (puede ser un familiar o un funcionario público). Son los mayores espectadores televisivos y tópicos recurrentes del proselitismo político.
Aquellos escritores que escogen como destinatarios a unos o a otros, no suelen tener en cuenta que la infancia o la senectud son expresiones de la alteridad. Es tan habitual que esos creadores que se instalan en el para del libro para niños o del teatro para mayores, recurran al estereotipo del niño en los libros para niños como la del viejo en el teatro para la tercera edad. Al escribir desde “el niño que llevan dentro” o desde la impronta que un anciano dejó en ellos, se olvidan del niño o del anciano  para devolverles una imagen (re)confortante de la infancia o de la vejez.
Y es que a diferencia de lo que sucede en la litereatura sin adjetivos; en la adjetivada, la infancia o la vejez parece que merecen ser negadas.

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