La voz propia y la propia voz.


Más que difícil, me resulta dolorosa la tarea de realizar la crítica de un libro. Siempre que puedo me zafo gustosamente de esa encomienda, y es que son escasas las ocasiones en las que no pienso que el autor ha perdido la oportunidad de dejar al descubierto lo más valioso y sutil de su narración o que se ha extraviado de la voz que debiera haber narrado. Lo cierto es que ni la historia ni la mano que escribe el texto que yo disecciono son mías. Quizás, como crítico ocasional, no soy ni sincero ni ecuánime; quizás la cuestión de fondo sea, simplemente, que la creación y la crítica son funciones incompatibles y destinadas siempre a mirarse mal y desde lejos.

Pero al margen de estas consideraciones personales que, sin duda, salvarían a un buen número de las obras que yo condeno, hay otro gran número de ellas, de enorme éxito en su aparición, que no podrán sostenerse bajo el peso del tiempo; son obras que, aún teniendo un escritor tras ellas, nacen, sin embargo, sin voz propia. ¡Ay de la figura del editor en estos tiempos! ¿A alguien le sobra un editor?

Quien, como yo, haya tenido la suerte de toparse alguna vez con un buen editor sabe que su labor es el empujón crucial a la hora del alumbramiento de un libro: bien para que el libro salga fuerte y redondo o bien para que no salga, para que quede como sustrato de la verdadera obra que aún está por salir. La labor de un editor es sacar el tono adecuado, la voz propia de cada autor. De la misma forma que el cantante precisa escuchar su grabación para saber (entender) cómo suene su voz fuera de la resonancia de su propia cabeza, el autor necesita de alguien que le muestre cómo resuenan sus palabras dentro del lector. Para hablar con voz propia es necesario saber cómo suena la propia voz: dónde sujeta, dónde se pierde, qué repite, lo que calla, cuándo tartamudea, por qué habla...

Hay quien dice que son malos tiempos para la literatura, otros celebran que nunca se ha publicado tanto; puede que la suma de ambas cosas hagan notoria la carencia de editores. Me pregunto si en la literatura, al contrario de lo que ocurre con el ojo de Machado, la voz que narra no es voz sólo porque habla; es voz porque se deja oír.

Sergio Lairla

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