La nada y el Leviatán


José Luis Cano, en su blog, tiene una serie de reflexiones cortas sobre el proceso creativo que titula Ocurrencias. En una de ellas dice: “Una cosa que no he entendido nunca: Que el proceso creativo sea relajante para los aficionados.” Yo leo su entrada y me identifico plenamente con su reflexión; siempre he dicho que el proceso creativo tiene implícito una dosis de dolor por la que hay que pasar para desentrañar la obra. Justo después, en otro blog, leo dos relatos de un libro recién editado que, por su falta de literatura, me causan una especie de desazón demasiado parecida al dolor, y entonces lo comprendo. Todo proceso creativo contiene una dosis directamente proporcional de gozo y dolor; en el profesional el dolor se queda con el autor, en el caso del aficionado el dolor es para el receptor.

Hay una relación entre el autor y la obra que va más allá del término “profesional” o “aficionado”, más allá de la aceptación de la obra por la editorial o el galerista y de la pura remuneración que el mercado decida conceder a esa obra. Es una relación que tiene que ver con las aguas en las que el autor esté dispuesto a meter los pies para buscar su pez, y con el tira y afloja del baile de la pesca, con la interrogación que marca la forma de su anzuelo, y con lo que acaba saliendo del agua que puede ser, como dice Enrique Lhin, algo parecido a la nada pero que no es la nada ni el Leviatán entero.

La creación de una obra artística consiste en extraer algo de la unidad del todo hasta llevarlo a materialización, de lo uno a lo múltiple. En el resultado de esta polarización necesaria están los dos extremos: gozo y dolor. Es algo así como una cremallera que se va adentrando en el velo, invisible para el hombre, de la Unidad y va abriendo, entre el tejido oscuro, ese espacio al que llamamos vida.

También Juan Gelman, escribiendo sobre escribir, sale en busca del Leviatán; pero él, ya ven, se topa con Ulises.

El atado

Escribir sin contar es como vivir sin vida. Las palabras serán inocentes, pero no su relación. El contador traza una columna del "debe" y otra del "haber" y en la última anota los silencios que supo conseguir. Con las caras de una palabra quisiera hacer piedras y mirarlas todas hasta el fin de mis días. Esas caras siempre tienen otras fugitivas de la boca. Morder la piedra, entonces, es la tarea del poeta, hasta que sangren las encías de la noche. En esa noche navegará sin rumbo fijo, desconfiado de todo, en especial de sí, mirando espejos que cantan como sirenas que no existen. El poeta se atará al palo mayor de su ignorancia para no caer en sí mismo, sino en otro país de aventura mayor, muerto de miedo y vivo de esperanza. Sólo el dolor lo unirá muertovivo al vacío lleno de rostros y verá que ninguno es el suyo. Y todos serán libres. –Juan Gelman-

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