El lector de Schrödinger


 Nos acercamos al 2 de abril, Día de la Literatura Infantil, y los medios comienzan a llenarse de preceptos y decálogos para hacer lectores. Me resulta llamativo que, de entre todas las ideas, conceptos y posibilidades a los que he dado vueltas (muchas) durante tiempo (mucho) y de entre todo lo que he oído y leído de gente (mucha) que anda dándole vueltas y desgranando lo que es la literatura y lo que significa y conlleva el acto de leer… de entre todo eso, digo, nada, nunca, aparece en ninguna de esas recetas. Será porque la literatura es, justo, lo contrario de una receta; será, quizá, porque ese lector que se cuece en el horno del recetario y que se expone en los escaparates comerciales e institucionales es, tan sólo, un lector apto para el consumo.
    Hoy, por si mis sospechas van bien encaminadas, o por si ando desbarrando en mis elucubraciones, o simplemente por variar, y sin que sirva de precedente, voy a dar una receta.

RECETA PARA HACER UN LECTOR:

1- Prepárese una caja grande, tan grande como para que pueda caber en ella un niño o niña con su hábitat: videoconsola, ordenador, televisor, teléfono móvil, etc.
2- Junto con el niño/niña y todo su hábitat, introducir un libro, o dos… todos los que se quiera o quepan. También puede introducirse un gato (vivo o muerto, en este caso, da lo mismo).
3- Cerrar la caja.
4- Dentro de la caja habrá un niño o niña lectora y no-lectora a la vez.
    
*NOTA IMPORTANTE: No abrir nunca la caja.

Atención, mucha atención con la nota que advierte de no abrir nunca la caja, porque si la abriéramos podríamos descubrir que la lectura es tan solo una herramienta para acceder a la literatura, que la literatura es una expresión del arte, que el arte es una forma de contemplar la realidad como generadora de incertidumbre, perplejidad y duda, y que estas son el puntal para desmoronar lo establecido, que es el paso imprescindible para crear lo nuevo.
    Si abriéramos la caja podríamos descubrir que eso que llamamos «gusto por la lectura» es la necesidad adquirida, por descubrimiento, de una forma distinta de mirar; que es imposible de inculcar pero que se transmite, por complicidad, en los lugares secretos y prohibidos del ser; que los más auténticos clubes de lectura son, en realidad, reuniones clandestinas porque los «lectores» siempre han sido una minoría y porque al poder, al orden establecido, no le interesará nunca —es imposible— que los y las ciudadanas se cuestionen, duden y alumbren nuevos paradigmas (adviértase que «establecido» y «nuevo» son conceptos antagonistas).
    El lector, ese lector con un libro entre las manos que acaba de adquirir el hábito —el vicio— de la lectura, es tan sólo un primer estadio de ese otro lector —el verdadero, el único— que está ya transformándose en su crisálida interior: ese lector que tiene su vida entre las manos porque ha aprendido a leer su entorno, las emociones de los otros, los acontecimientos, las edades, los ciclos… Leer un libro es tan solo una habilidad mecánica; la literatura, el hecho artístico, es leer la vida.
    Metamos muchos libros, muchas campañas, muchos eslóganes y muchas actuaciones puntuales y pintorescas en esa caja; pero, atención, porque si de lo que se trata es de fomentar el número —mercado— de consumidores de libros solo una parte de la receta es importante: nunca, nunca, abrir la caja.

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