Locutus sum

Manolo era, sin ninguna duda, la persona que más hablaba del mundo cuando yo le conocí. Sus manos apenas dibujaban un ligero movimiento mientras su lengua iba a toda velocidad narrando historias, contando chistes, reflexionando en voz alta o añadiendo notas a pie a las pobres y pocas intervenciones que uno podía hacer. En una charla, él era el dueño y señor. Siempre.

Luego un ictus acabó con sus palabras. Le dejó la capacidad de poder escuchar, observar, mirar, discurrir, interpretar, adivinar… intacta pero no el habla. Manolo no es capaz hoy de decir más de tres palabras: Sí, no y me cago en la mar.

El hombre no habla el lenguaje sino que el lenguaje habla del hombre. Si aceptamos que la lengua nos circula como la sangre que nos sustenta, o bien nos penetra como el aire que respiramos, nos encontraríamos más abiertos a ser hablados por las lenguas antes que a hablarlas, a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas omnipotentemente, como en vano tratamos de hacerlo (Bordelois, 2005: p24).

Manolo era un buen orador. Fue y es, de hecho, un pícaro como lo han sido pocos y tal vez por esa razón, sus historias tenían tanta vida y credibilidad como invenciones eran. Nunca llegaba la hora de irse a la cama. Las sobremesas de cena se juntaban con el desayuno mientras él nos iba hipnotizando. El cuento que le pasó en Londres salía (de dentro) con ese acento gallego que sólo conservan los gallegos que viven lejos de casa. Vivió mucho y todo lo que vivió lo hizo para contarlo.

Las palabras de Manolo hablaban de él,

(Por alguna razón los mayas decían en su idioma que la lengua era un sentido comparable a la vista y al oído. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, restituidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sorprendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusivamente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros (Bordelois, 2005: p24).

Manolo aún cuenta con sus tres palabras pero se frustra a veces. Sobre todo cuando su mujer le dice medio en broma que ahora le toca escuchar, “vaya por Dios”, todo lo que no escuchó en su vida. Y él responde con la boca y los ojos: “Cago en la mar… Sí, sí, sí”.

Afirma Ivonne Bordelois: "El lenguaje está antes y después que nosotros, pero también está entre nosotros".
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¿Quién se iba a imaginar que Manolo el mudito era el único que conocía el secreto? Y cuando Martina le pregunta al resto en voz alta ¿Pero, entonces, Jose se va de casa? ¿Por qué? ¿Es que conoció a otra mujer?

-Sí, sí, sí- contesta Manolo, apuntando convencidísimo, con su dedo índice izquierdo sobre la mesa.

-¿Pero tú, Manuel, cómo coño lo sabes?- pregunta ella.

-Cago en la mar…)

todavía hoy lo hacen.
Olalla H. Ranz

Bordelois, Ivonne (2005). La palabra amenazada. Buenos Aires: Libros del Zorzal.

Comentarios

  1. Entrañable Manolo atrapado en la afasia.

    Siempre le he tenido miedo a eso...será porque lo viví de cerca.

    Lacan, que tanto habló de la palabra, terminó sus días sin poder hablar.

    Buenas letras siempre, querida Olalla!

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  2. Sí. Es una cosa tragicómica, más trágica en el fondo e irónica al menos.

    Gracias a ti por echarme un ojo este domingo de palabras.

    Mil besos

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