Apuntes del presente, desde mi ventana




@Brian Ralph

"explicar con palabras de este mundo 
que partió de mí un barco llevándome "
Alejandra Pizarnik   

Y de repente la vida se transformó en un gran zoológico. Somos una especie en cautiverio, generando prácticas para que nos observen desde nuestras jaulas, mostrándonos, contándonos. Hemos hecho del encierro también un safari. Aclaro, no lo digo de manera despectiva, lo pienso como observador, pero también desde la figura de ese animal encerrado que se muestra. Es una exhibición casi exótica que nivela las tensiones, conceptos y emociones a las que nos enfrentamos o cuestionamos actualmente. Somos testigos de lo que ayer creíamos absurdo, de esas distopías que tanto celebramos en los libros, series y películas. Las ficciones ya no son excusa, refugio o evasión. Somos nosotros los que pertenecemos a ese discurso ficcional que nos fuera tan rentable en el pasado, y hoy no parece ser tan entretenido. De todas las distopías, nos tocó la del encierro y una aparente gripe. Esa, aparentemente inofensiva. Nos volcamos a las redes sociales para compartir sin dilación ni filtro todo lo que nos pasa: ansiedad, frustración, impotencia, miedo, rabia, tristeza, risas… No había pasado ni siquiera una semana del encierro, y la casa se hizo la enemiga, el refugio se transformó en un ente provocador del aburrimiento. Fuimos generando una trama compleja llena de artilugios para sobrevivir al confinamiento. Y como era una emergencia, también desdibujamos códigos, normas establecidas.   

Está el mundo adulto: personas con opción a teletrabajo quienes descubrieron las formas de desbordarse fuera de un horario; los autónomos que buscaban la manera de reinventarse para evitar el desplome; los desempleados que ven obstaculizadas sus posibilidades. Pero también está el complejo mundo de los niños y adolescentes que fueron atacados por múltiples responsabilidades escolares, al menos aquellos que pudieron atenderlas desde la trinchera virtual. Esta evidencia quedó registrada en artículos escritos por Elvira Lindo, Aitor Álvarez o Isaac Rosa: “el mundo se derrumba, pero que los chavales no pierdan clase”. Y al mismo tiempo, a modo personal, en el registro de los adolescentes con los que converso diariamente, estaban angustiados, tensos, desbordados. No sólo por el aburrimiento, sino por esta meta falsa de las escuelas que los condiciona a seguir rindiendo en condiciones extraordinarias. Esto por no contar a los profesores, aquellos que desean cumplir, aquellos que debieron aprender códigos de interacción digital, pero también estos otros que, éticamente, saben que un temario no posee suficiente voluntad para este momento que vivimos. ¿Cómo conversar sobre lo que ocurre?  

Fuera de las escuelas, también llegó el desborde de ideas y propuestas: narradores leían álbumes en directo sin petición de derechos, cursos online gratuitos, libros liberados de las grandes editoriales, plataformas que ofrecieron películas, series, hasta páginas porno dejaban suscripciones gratis. También hubo quien unió esfuerzos para mantener proyectos, recolectar fondos para la investigación, armó estrategias mejor pensadas. Cada uno puso su grano de arena, en gran medida, para sostener el caos social. Esta violenta solidaridad, muchas veces con atisbos de marketing o como síntoma de hiperproductividad era aplaudido por la mayoría en las redes. Esos mismos que, de manera irracional, también atacaban a los que defendían el apartado por la supervivencia de las personas que trabajan detrás de la cultura: editoriales, librerías, museos, bibliotecas, distribuidores, etc. Es como si la cultura fuera vital para el ser humano, pero a la vez prescindible. Lo que llamaré irónicamente “una dicotomía pandémica”.   

***  

Antes de que la vida se tornara incertidumbre, llevaba años debatiendo con los adolescentes nuestro rol dentro de esta sociedad que se iba forjando. Habitábamos el espacio simbólico de la ficción para entender las alianzas que hacemos con el desarrollo cultural y social, las ideas que defendemos, la conveniencia de nuestros proyectos personales, las redes que nos habitúan a esa sensación de comunidad y “libertad”. Mirar al mundo adulto más allá del miedo, la admiración o el desprecio. Entender sus formas, que se apropiaran de sus maneras de creer y en cómo debería construirse la sociedad. Sin embargo, en cuestión de meses, esa sociedad parece ser otra cosa.   

Los conceptos y códigos establecidos se desdibujan en nombre de la emergencia. No dejo de pensar en las posibles consecuencias que eso puede traer en las responsabilidades y deberes que nos hacían pertenecer a la sociedad. Hemos pasado del aparente diálogo sostenido a una mezcla indefinida de sonidos, aves, felinos y monos en medio del safari. Somos, como los adolescentes, un espacio en crisis*.  

Tampoco esperaba que el mundo adolescente, al menos ficcionalmente, se situara en la novela gráfica Daybreak de Brian Ralph (también adaptada al formato serie): un mundo postapocalíptico mainstream donde los adultos son los responsables y únicos zombies. Solo que, en este 2020, menos corrosivo y con más “comodidades”. Es decir, simbólicamente también el mundo adulto es causa y efecto de la destrucción. Los pequeños ecosistemas colapsaron y somos parte de algo intangible.   

Entonces pienso en las plataformas de entretenimiento masivo como Netflix, estableciendo tendencias, con programas de los que todos hablan, como un eco al vacío, sin repercusión. Porque a veces queremos ver algo que no nos haga pensar, en bucle, hasta que se hace costumbre. También está el repunte de redes sociales como Tik Tok que invita mayoritariamente al adolescente, y ahora también a algunos adultos, a repetir un patrón de moda para reírnos de nosotros mismos, de esta claustrofobia colectiva, porque todos somos diversión, llenos de posibilidades. Es lo efímero, lo superficial, la velocidad de los hechos, pero en tiempo siempre presente, en cámara lenta, contándonos, mostrándonos, rompiendo desde nuestras casas el derecho a la intimidad. Todo soy, todo te lo dejo, para que me observen.  

Estamos claros que las redes sociales actualmente han cumplido un rol fundamental de ventana, no sólo para observarnos, ayudarnos, apoyarnos, extendernos más allá de la distancia obligatoria, sino también para informarnos. Estamos realmente confinados a esa extraña dimensión entre el mundo real y el mundo virtual, el ultramundo, como lo cataloga Alessandro Baricco en su libro The Game.     

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Borremos por un instante toda esa trama creada desde nuestras jaulas, ese “hacer” sin responsabilidad. Pensemos en ese momento en el que se apaga la luz de las pantallas, justo antes de dormir -los que pueden hacerlo-: ¿qué nos queda?, ¿quiénes somos en ese espacio de la intimidad?, ¿qué pensamos o sentimos? Ahora, imaginen a un adolescente que apenas estaba entendiéndose como agente social: ¿cómo será ante la sociedad cuando pase la emergencia?, ¿cómo reconstruirá su identidad?, ¿sus hormonas?, ¿su relación con lo virtual y lo real?, ¿cómo debe situarse ante el otro?, ¿ante el sistema educativo o la incertidumbre del futuro?  

Todo esto, entendiendo al grupo de personas que pertenecen al espacio burbuja en el que internet nos reencuentra. Porque hay otro espacio, ese que no puede darse el lujo de protestar por la cultura, ni hacer apagones, o acceder a un libro ni a una plataforma de entretenimiento con cuota mensual. Hay un mundo que no se exhibe ni se cuenta, que de hecho se silencia en esta nueva trama. Que siempre ha vivido en silencio, pero ahora más, no se ve, no es noticia. El mundo sin edad que no puede quedarse en casa trabajando o estudiando a distancia, que debe improvisar el día a día. Esos adolescentes que, en el mejor de los casos, deben encontrarse a escondidas para pasarse las tareas porque no tienen herramientas para responder a lo que la “sociedad organizada” le está pidiendo, para los cuales la intimidad tampoco fue nunca un derecho real. Para ellos, su jaula es la calle vacía, ese espacio en el que deben moverse cual reptiles, resolviendo la vida en las rendijas de un mundo presente ahora más hostil.  

Entonces, ¿quién piensa sobre el futuro? No en lo que será, sino en lo que seremos. No pienso en teorías o posibilidades, sino en las formas de reaccionar. Ubico aquí, nuevamente, al adolescente, a esa forma tan desenfrenada de pactar con sus armas íntimas para construir una identidad propia, pero ahora en contingencia. Están tan desorientados como nosotros, los adultos. Esta crisis nos debería posicionar a todos en un punto clave de reflexión, diálogo y acompañamiento. ¿Lo estamos logrando?  

***  

Este registro de los acontecimientos cotidianos es tan novedoso para todos como volátil; irrumpe en nuestros espacios seguros. No se puede negar que este ultramundo nos está ayudando -y corroborando- que necesitamos “contar con testigos, nos ayuda poder existir bajo la mirada de otros, nos ayuda a el acto de llevar a la superficie fragmentos de lo que somos, nos ayuda hablar/mostrar/ representar/dar forma” (Baricco; 2019: 182) pero nos sigue dejando en la angustia de la crisis.   

Edgar Morin, filósofo y sociólogo francés, dijo recientemente en una entrevista que le parecía importante prepararnos para entender las interconexiones: “cómo una crisis sanitaria puede provocar una crisis económica que, a su vez, produce una crisis social y, por último, existencial”. Y creo que debemos comenzar a enfrentar ese sendero, acompañar a los adolescentes en esta incertidumbre que nos iguala.   

A los que tenemos la posibilidad, creo, deben conversar con ellos -como siempre insisto-, pero esta vez no solo oírlos sino confrontar nuestras ansiedades con las de ellos. Ofrecerles las posibilidades de encuentro simbólico en lo literario, en el arte, en lo audiovisual, los juegos, socializar desde sus espacios, con sus propuestas y vernos en (o a través) de ellos. Como dicen Lucas Ramada Prieto y Hugo Muñoz Gris en su artículo Donde viven los juegos: "no todo tiene que quedarse al otro lado de la pantalla, sino que podemos abrirlas como ventanas para que el juego se apropie de nuestros espaciostiempos y los transforme de arriba abajo en otros lugares y otros momentos".

Así como también debemos darles a conocer los derechos del lector de Daniel Pennac. Es decir, hacerles entender que en esta situación extraordinaria no tienen la obligación de hacer algo en nombre de la cultura o la educación, ni tampoco ser figuras de un entretenimiento colectivo; sino mostrarles que la intimidad es un derecho inviolable, que si algo de provecho se puede sacar de esto es rescatar ese espacio íntimo para reconocerse a uno mismo, para encontrarse con ese “otro” familia, amigo, profesor, compañero o sociedad, incluso con todos sus lazos en el ultramundo.

Esta es la única forma que veo de empezar a abrir las jaulas, ser libres en nuestro propio espacio, para ofrecer un verdadero apoyo cuando la crisis nos deje estar y nos toque reconquistar el espacio de afuera.  

Pienso en un relato de Shaun Tan en el que un número incontable de mariposas llegaban a la hora de comer y las personas se quedaban paralizadas en las calles, hombro con hombro: “Las palabras se quedaron mudas en nuestras mentes, la voz, narradora constante, que siempre separa las cosas por causa y efecto, signo y símbolo, alguna especie de significado útil, valor o presagio; todo eso se detuvo y llegaron las mariposas”.   Nos quedamos realmente enmudecidos en el caos. 

Quizás es momento de ensayar nuestras propias tramas para un futuro que será tan complejo como vulnerable.


*Los adolescentes son un espacio en crisis es una afirmación de Michèle Petit.


Apuntes de otros:





Baricco, A., (2019) The Game, Barcelona, Anagrama.

Ralph, B., (2011) Daybreak, Montreal, Draw and Quarterly.

Tan, S., (2018) La ciudad latente, Albolote, Bárbara Fiore.

Poema "Árbol de Diana" de Alejandra Pizarnik




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